El refugio

Y sé que en la guerra un muchacho de mi edad estorba más que otra cosa

Autor Redacció

L'escriptor Miguel Delibes va néixer a Valladolid el 17 d'octubre del 1920 i va morir, també a Valladolid, el 12 de març del 2010.  

Il·lustració: Masha Krasnova-shabaeva


Vibraba la guerra en el cielo y en la tierra entonces, y en la pequeña ciudad todo el mundo se alborotaba si sonaban las sirenas o si el zumbido de los aviones se dejaba sentir, muy alto, por encima de los tejados. Era la guerra y la vida humana, en aquel entonces, andaba baja de cotización y se tenía en muy poco aprecio, y tampoco preguntaba nadie, por aquel entonces, si en la ciudad había o no objetivos militares, o si era un centro industrioso o un nudo importante de comunicaciones. Esas cosas no importaban demasiado para que vinieran sobre la ciudad los aviones, y con ellos, la guerra, y con la guerra la muerte. Y las sirenas de las fábricas y las campanas de las torres se volvían locas ululando o tañendo hasta que los aviones soltaban su mortífera carga y los estampidos de las bombas borraban el rastro de las sirenas y de las campanas del ambiente y la metralla abría enormes oquedades en la uniforme arquitectura de la ciudad.

A mí, a pesar de que el Sargentón me miraba fijamente a los ojos cuando en el refugio se decían aquellas cosas atroces de los emboscados y de las madres que quitaban a sus hijos la voluntad de ir a la guerra, no me producía frío ni calor porque sólo tenía trece años y sé que a esa edad no existe ley, ni fuerza moral alguna, que le fuerce a uno a ir a la guerra y sé que en la guerra un muchacho de mi edad estorba más que otra cosa. Por todo ello no me importaba que el Sargentón me mirase, y me enviara su odio cuidadosamente envuelto en su mirada; ni que me refrotase por las narices que tenía un hijo en Infantería, otro enrolado en un torpedero y el más pequeño en carros de asalto; ni cuando añadía que si su marido no hubiera muerto andaría también en la guerra, porque no era lícito ni moral que unos pocos ganaran la guerra para que otros muchos se beneficiaran de ello. Yo no podía hacer nada por sus hijos y por eso me callaba; y no me daba por aludido porque yo tampoco pretendía beneficiarme de la guerra. Pero sentía un respiro cuando el Cigüeña, el guardia que vigilaba la circulación en la esquina, se acercaba a mí con sus patitas de alambre estremeciéndose de miedo y su ojo izquierdo velado por una nube y me decía, con un vago aire de infalibilidad, apuntando con un dedo al techo y ladeando la pequeña cabeza: «Esa ha caído en la estación», o bien: «Ahora tiran las ametralladoras de la catedral; ahí tengo yo un amigo», o bien: «Ese maldito no lleva frío; ya le han tocado.» Pero quien debía llevar frío era él, porque no cesaba de tiritar desde que comenzaba la alarma hasta que terminaba.

A veces me regocijaba ver temblar como a un azogado al Cigüeña, allí a mi lado, con las veces que él me hacía temblar a mí por jugar al fútbol en el parque, o correr en bicicleta sin matrícula o, lisa y simplemente, por llamarle a voces tío Cigüeña y Patas de alambre.

Sí, yo creo que allí entre toda aquella gente rara y con la muerte rondando la ciudad, se me acrecían los malos sentimientos y me volvía yo un poco raro también. A la misma Sargentón la odiaba cuando se irritaba con cualquiera de nosotros y la tomaba asco y luego, por otro lado, me daba mucha pena si cansada de tirar puyas y de provocar a todo el mundo se sentaba ella sola en un rincón, sobre un ataúd de tercera, y pensab a en los suyos y en las penalidades y sufrimientos de los suyos. Y lo hacía en seco, sin llorar. Si hubiera llorado, yo hubiera vuelto a tomarla asco y a odiarla. Por eso digo que todo el mundo se volvía un poco raro y contradictorio en aquel agujero.

En contra de lo que les ocurría a muchos, que consideraban nuestra situación como un mal presagio, a mí no me importaba que el sótano estuviera lleno de ataúdes y no pudiera uno dar un paso sin toparse de bruces con ellos. Eran filas interminables de ataúdes, unos blancos, otros negros y otros de color caoba reluciente. A mí, la verdad, me era lo mismo estar entre ataúdes que entre canastillas de recién nacido. Tan insustituibles me parecían unos como otras y me desconcertaba por eso la criada del principal que durante toda la alarma no cesaba de llorar y de gritar que por favor la quitasen «aquellas cosas de encima»; como si aquello fuese tan fácil y ella no abonase a Ultratumba, S. A., una módica prima anual para tener asegurado su ataúd el día que la diñase.

En cambio a don Serafín, el empresario de Pompas Fúnebres, le complacía que viésemos de cerca el género y que la vecindad de los aviones nos animase a pensar en la muerte y sobre la conveniencia de conservar incorruptos nuestros restos durante una temporada. Lo único que le mortificaba era la posibilidad de que los ataúdes sufrieran deterioro con las aglomeraciones y con los nervios. Decía:

—Don Matías, no le importará tener los pies quietecitos, ¿no es cierto? Es un barniz muy delicado éste. O bien:

—La misma seguridad tienen ustedes aquí que allá. ¿Quieren correrse un poquito?

También bajaba al refugio un catedrático de la Universidad, de lacios bigotes blancos y ojos adormecidos, que, con la guerra, andaba siempre de vacaciones. Solía sentarse sobre un féretro de caoba con herrajes de oro, y le decía a don Serafín, no sé si por broma:

—Éste es el mío; no lo olvides. Lo tengo pedido desde hace meses, y tú te has comprometido a reservármelo.

Y daba golpecitos con un dedo, y como con cierta ansiedad, en la cubierta de la caja, y la ancha cara de don Serafín se abría en una oscura sonrisa. —Es caro —advertía.

Y el catedrático de la Universidad decía: —No importa; lo caro, a la larga, es barato. Y la criada del principal hacía unos gestos patéticos y les rogaba, con lágrimas en los ojos, pero sin abrirlos, que no hablasen de aquellas cosas horribles, porque Dios les iba a castigar.

Y la ametralladora de San Vicente, que era la más próxima, hacía de cuando en cuando: «Ta-ca-tá, ta-ca-tá, ta-ca-tá.» Y el tableteo cercano dejaba a todos en suspenso, porque barruntaban que era un duelo a muerte el que se libraba fuera y que eral posible que cualquiera de los contrincantes tuviera necesidad de utilizar el género de don Serafín al final.

Las calles permanecían desiertas durante los bombardeos, y las ametralladoras, montadas en las torres y azoteas más altas de la ciudad, disparaban un poco a tontas y a locas y los tres cañones que el Regimiento de Artillería había empotrado en unos profundos hoyos, en las afueras, vomitaban fuego también, pero habían de esperar a que los aviones rondasen su radio de acción, porque carecían casi totalmente de movilidad, aunque muchas veces disparaban sin ver a los aviones con la vaga esperanza de ahuyentarlos. Y había un vecino en mi casa, en el tercero, que era muy hábil cazador, y en los primeros días hacía fuego también desde las ventanas, con su escopeta de dos cañones. Luego, aquello pasó de la fase de improvisación, y a los soldados espontáneos, como mi vecino, no les dejaban tirar. Y él se consumía en la pasividad del refugio, porque entendía que los que manejaban las armas antiaéreas eran unos ignorantes y los aviones podían cometer sus desaguisados sin riesgo de ninguna clase.

En alguna ocasión bajaba también al refugio don Ladis, que tenía una tienda de ultramarinos en la calle de Especería, afluente de la nuestra, y no hacía más que escupir y mascullar palabrotas. Tenía unas anacrónicas barbitas de chivo, y mi madre le gastaba poco por las barbas, porque decía que en un establecimiento de comestibles las barbas hacen sucio. A don Ladis le llevaban los demonios de ver a su dependiente amartelado en un rincón con una joven que cuidaba a una anciana del segundo. El dependiente decía en guasa que la chica era su refugio, y si hablaban lo hacían en cuchicheos, y cuando sonaba un estampido próximo, la muchacha se tapaba el rostro con las manos y el dependiente le pasaba el brazo por los hombros en ademán protector.

Un día, el Sargentón se encaró con don Ladis y le dijo:

—La culpa es de ustedes, los que tienen negocios. La ciudad debería tener ya un avión para su defensa. Pero no lo tiene porque usted y los judíos como usted se obstinan en seguir amarrados a su dinero.

Y era verdad que la ciudad tenía abierta una suscripción entre el vecindario para adquirir un avión para su defensa. Y todos sabíamos, porque el diario publicaba las listas de donantes, que don Ladis había entregado quinientas pesetas para este fin. Por eso nos interesó lo que diría don Ladis al Sargentón. Y lo que le dijo fue:

—¿Nadie le ha dicho que es usted una enredadora y una asquerosa, doña Constantina?

Todo esto era también una rareza. Dicen que el peligro crea un vínculo de solidaridad. Allí, en el refugio, nos llevábamos todos como el perr o y el gato. Yo creo que el miedo engendra otros muchos efectos además del de la solidaridad.

Me acuerdo bien del día en que el Sargentón le dijo a don Serafín, el empresario de Pompas Fúnebres, que él veía con buenos ojos la guerra porque hacía prosperar su negocio. Precisamente aquel día habían almacenado en el sótano unas cajitas para restos, muy remataditas y pulcras, idénticas a la que don Serafín prometió a mi hermanita Cristeta, años antes, si era buena, para que jugase a los entierros con los muñecos. A mi hermana Cristeta y a mínos tenía embelesados aquella cajita tan barnizada del escaparate que era igual que las grandes, sólo que en pequeño. Por eso don Serafín se la prometió a mi hermanita si era buena. Pero Cristeta se esmeró en ser buena una semana y don Serafín no volvió a acordarse de su promesa. Tal vez por eso aquella mañana no me importóque el Sargentón dijese a don Serafín aquella cosa tremenda de que no veía con malos ojos la guerra porque ella hacía prosperar su negocio.

Don Serafín dijo:

—¡Por amor de Dios, no sea usted insensata, doña Constantina! Mi negocio es de los que no pasan de moda.

Y don Ladis, el ultramarinero, se echó a reír. Creo que don Ladis aborrecía a don Serafín, por la sencilla razón de que los muertos no necesitan ultramarinos. Don Serafín se encar ó con él:

—Cree el ladrón que todos son de su condición —dijo.

Don Ladis le tiró una puñada, y el catedrático de la Universidad se interpuso. Hubo de intervenir el Cigüeña, que era la autoridad, porque don Serafín exigía que encerrase a el Sargentón, y don Ladis, a su vez, que encerrase a don Serafín. En el corro sólo se oía hablar de la cárcel, y entonces el dependiente de don Ladis pasó el brazo por los hombros de la muchachita del segundo, a pesar de que no había sonado ninguna explosión próxima, ni la chica, en apariencia, se sintiese atemorizada.

De repente, la sirvienta del principal se quedó quieta, escuchando unos momentos. Luego se secó, apresuradamente, dos lágrimas con la punta de su delantal, y chilló:

—¡Ha terminado la alarma! ¡Ha terminado la alarma!

Y se reía como una tonta. En el corro se hizo un silencio y todos se miraron entre sí, como si acabaran de reconocerse. Luego fueron saliendo del refugio uno a uno.
Yo iba detrás de don Serafín, y le dije:

—¿Recuerda usted la cajita que prometió a mi hermana Cristeta si se comportaba bien?

Él volvió la cabeza y se echó a reír. Dijo:

—Pobre Cristeta; ¡qué bonita era!

Fuera brillaba el sol con tanta fuerza que lastimaba los ojos.

1200 1489163664delibes partida 600

La partida
 

© Miguel Delibes

© 1954

 

Tast editorial és la manera com deixem degustar als nostres lectors un fragment o un capítol dels llibres que trobem que val la pena llegir.

Data de publicació: 17 d'octubre de 2021
Última modificació: 16 d'octubre de 2024
Subscriu-te al nostre butlletí
Subscriu-te al butlletí de Catorze i estigues al dia de les últimes novetats
Subscriu-t’hi
Subscriu-t’hi
Dona suport a Catorze
Catorze és una plataforma de creació i difusió cultural, en positiu i en català. Si t'agrada el que fem, ajuda'ns a continuar.
Dona suport a Catorze