Entre los 15 y los 16 años comencé a identificar síntomas de ansiedad, sobre todo social. Me costaba mucho relacionarme con personas desconocidas y me requería mucha energía estar rodeada de más de tres personas a la vez. Me producía pánico hacer llamadas telefónicas: tenía que elaborar un mapa previo escribiendo todo lo que tenía que decir, las posibles respuestas de la otra persona y las respuestas que haría a las preguntas que me había imaginado. Lo que más deseaba es que nadie cogiera el teléfono y la mayoría de llamadas no las respondía. Ir al baño en lugares públicos o en casas desconocidas me era simplemente imposible. En aquel entonces estudiaba bachillerato en la Escuela de Artes y Oficios de Ibiza (nací en esta isla en 1996). Había conseguido sacar las mejores notas de mi promoción, pero eso, en vez de producirme satisfacción, me horrorizaba. Tenía la idea constante de que todo el mundo esperaba más de mí y que no los podía decepcionar. Cuanto mejores eran las notas que sacaba, peor me sentía, porque tenía que mantenerlas o superarlas, y lloraba cada día por una presión que me había impuesto a mí misma.
Perderse
Me diagnosticaron agorafobia porque no fui capaz de explicar nada más que el miedo que me daban las aglomeraciones de gente. Por lo tanto, la terapia que recibí no fue la adecuada. Me daba mucho miedo explicar mis problemas familiares porque estaba convencida de que mi padre me podía oír desde la sala de espera. Sabía que había alguna cosa en mi cabeza que iba mal, pero, como no lo podía comunicar,quedó en el aire hasta que, cuatro años después, tuve otra recaída.
"Crisis"
20 años, cambio de vida
Estudiaba ilustración mientras trabajaba a jornada completa. Salía de casa a las siete de la mañana y no volvía hasta las nueve de la noche, para ponerme a trabajar en mi proyecto final hasta las once de la noche. No tenía tiempo ni para comer. Lo que sí que tenía era una ansiedad desmesurada, una mayoría de familiares con depresión diagnosticada, que me garantizaban un factor hereditario inevitable, y una estabilidad emocional de pena. A los veinte años me ingresaron en un psiquiátrico del Hospital del Mar de Barcelona. Mi cerebro iba de mal en peor y me dijeron que como mucho en tres días podría irme. Estuve ingresada un mes entero.
El día a día en el psiquiátrico
Nos levantábamos a las ocho, nos duchábamos si tocaba y si el auxiliar de turno se daba cuenta de que quizás llevabas días sin hacerlo. Desayunábamos, y esta era la única comida comestible del día. Tomábamos las pastillas de la mañana y esperábamos en la sala común el turno para poder hablar con nuestro psiquiatra los únicos diez minutos al día que nos dedicaba. Comíamos pipas mirando el mar, pintábamos mandalas o jugábamos al dominó hasta la hora de comer. La sal cobraba un valor equivalente al de la antigüedad; era probablemente lo mejor de toda la comida (que por desgracia era abundante). En el psiquiátrico las comidas no llevan sal, por lo que aun son más asquerosas. Siempre que cogía un sobre de sal cogía otro y me lo guardaba a escondidas, para el día que se acabaran los sobres. Llegaron a terminarse (probablemente por culpa mía) y se montó un follón que no sabe ni en donde se ha metío. Ejem, para algunos fue un drama, pero afortunadamente yo tenía mi arsenal secreto.
"Habitación 2"
12 pastillas al día
Era un fiestón en toda regla, un fiestón de dormirse a la hora que fuera, de ver como la propia psiquiatra me preguntaba por qué dormía tanto. De hecho, tomaba pastillas por trastornos que no me habían ni diagnosticado. Por ejemplo el litio, para el trastorno de bipolaridad. Que yo no tenía, pero ya que mi abuelo sí, pues... ¿por qué no? Seguí tomándolo durante unos meses después de salir del hospital, hasta que mi psiquiatra externa se leyó mi historial, miró la receta, vio cómo con la mano derecha me tenía que aguantar la izquierda para poder dibujar de tanto que me temblaba y dijo "WTF". Y me dijo que esas pastillas no las tomara más.
Las pastillas son un arma de doble filo: las mismas que te hacen capaz de levantarte cada día pueden hacer que la palmes si te tomas una sobredosis. Está en manos de los profesionales (psiquiatras) determinar cuándo y cómo conviene recetarlas. Cada caso es distinto y no siempre puede saberse con seguridad a quien se le puede recetar qué. La combinación perfecta de pastillas es muy difícil de conseguir; para llegar a las siete pastillas diarias que tomo ahora he tenido que pasar antes por Dios sabe cuantos tipos de pastillas y situaciones. Pero mientras estás en el psiquiátrico utilizan las pastillas de forma egoísta: lo que quieren es tranquilidad y es verdad que, con la dosis suficiente de calmantes, la tendrás (aunque no sea ni de lejos la que realmente necesitas). Ahora tengo diagnosticado un trastorno ansiodepresivo y un trastorno de la personalidad con características del esquizotípico y por evitación (tipo C). Se me ha diagnosticado también agorafobia, pero lo considero más bien un mal diagnóstico por falta de información. Tengo un cóctel de pastillas que me va muy bien, y si doy las gracias a la vida de algo es de la mirtazapina, el último antidepresivo que me recetaron y que me ha funcionado mejor que cualquier terapia. Pero cada persona es un mundo, es cuestión de ensayo y error y con suerte se llega a una solución adecuada para cada uno.
Nos tomábamos las pastillas del mediodía. Hacíamos lo mismo por la mañana, mientras esperábamos las dos horas de las visitas externas. Nos visitaban familiares o amigos y, si teníamos permisos, podíamos salir fuera con ellos. A mí me sacaron los permisos y las visitas porque "me había adaptado demasiado amenamente a mi entorno (a los locos)". Y pretendían que aislándome me repensara si realmente valía la pena haber hecho amigos (locos) después de tres semanas en la unidad. Cenábamos, si se le podía llamar así. La noche se hacía más agradable, la hora de irse a dormir podía alargarse hasta las once, que es cuando te daban las pastillas de la noche con el zumo para rebajar la impresión de haberte tomada doce pastillas en un solo día. Después eras libre de dormir si tenías la suerte de no compartir habitación con alguien que, a las cuatro de la mañana, te quisiera cambiar el sujetador por un reloj.
"Pasillo"
La vida en el psiquiátrico
Yo no era ni de lejos la única chica joven de la unidad. El psiquiátrico es como la vida real, solo que es más pequeño y tienes la tranquilidad de saber que todo el mundo está loco y, de cara a las relaciones que se crean allí dentro, eso es lo menos importante. A los otros pacientes los veía bien, con un poco de astigmatismo, pero bien. Dependía obviamente de la persona, pero, como eran muy diferentes, lo que realmente aprendí fue a tenir una tolerancia como un templo.
Recuerdo con mucho amor los ratos que pasaba con Emma, una chica joven. Fue realmente la revolución del psiquiátrico, lo animó todo, al menos para mí. Me hacía peinados superbonitos, venía a escondidas a mi cuarto con ropa suya para conjuntarla con la mía cogiendo un esparadrapo. Me maquillaba y me dejaba fantástica. Escuchábamos música juntas y nos lo pasábamos bien en un entorno más bien negativo. Siempre me sorprendía la fuerza y la actitud increíbles que tenía, aun cuando estaba pasándolas canutas con sus trastornos y el equipo médico la trataba mal. Una crack.
El psiquiátrico se supone que es como la UCI (unidad de cuidados intensivos) de la salud mental. Pero todo lo que te dan son diez minutos diarios con un especialista que, en vez de ayudarte, te restringirá las visitas y las salidas porque has hecho amigos locos. Y en teoría esto no puede ser así porque no es normal. Y yo me pregunto: si no es bueno estar en un entorno, literalmente, de locos, ¿por qué coño metéis a la gente aquí dentro? Si eéste es el máximo de ayuda que podemos recibir, estamos bien jodidos.
Aceptación
Me costó mucho llegar a entender que estaba enferma. Mi padre, las pocas veces que me atreví a hablarle de mis posibles problemas de salud mental, me contestaba siempre que lo decía para llamar la atención. Obviamente, la necesitaba, estaba pidiendo ayuda. Pero su respuesta provocó que yo misma me saboteara, diciéndome que no había para tanto y que si lo decía, estaría molestando a las personas que tenía alrededor. Había sido muy difícil tener el valor de decírselo y lo fue todavía más recibir una respuesta así. Interioricé un sentimiento de culpa que haría que no aceptara futuros indicios de depresión y ansiedad, y llegara al punto de autolesionarme sin decir nada. Por suerte, la reacción de mi madre fue opuesta y me animó a visitar al médico en cuanto vio que la situación no era buena.
La culpa
"Tienes que probar las flores de Bach. Hacer yoga te iría bien. No necesitas pastillas, todo eso es un plan de las farmacéuticas y los illuminati. ¿Y estas marcas qué son? ¿Te autolesionas? JAJAJAJAJAJAJAJA. ¡Pero no te suicides, que eres muy joven y tienes mucha vida por delante! Todos tenemos días malos".
Me costó mucho llegar a aceptar que estaba loca. Y más personas de las que me hubiera gustado me hicieron sentir mal por algo que no controlo. Por suerte, también me rodeaba de gente con un poco de cabeza, y me ayudaron tanto como pudieron a hacerme entender que no era culpa mía tener tres o cuatro trastornos mentales.
A menudo me decían "¡Pero no estés así, tienes mucha vida por delante!", cuando éste era exactamente mi problema. Más que estar mal visto según la edad, es el no tener información sobre la depresión y el hacer comentarios más bien desafortunados a personas con problemas. No cuesta nada abrir la Wikipedia y leer cuatro líneas o pedir información a la persona enferma (en un momento de calma, y no en medio de una crisis de ansiedad). La información es fundamental y NO recomendar hacer yoga o tomar flores de Bach, también.
Mirarse al espejo
¡Claro que me reconocía! Con la depresión te sientes como una mierda. Después de una semana sin ducharte y habiendo perdido veinte kilos, te ves exactamente como una mierda. Y no echaba nada de menos; tengo trastornos de personalidad, así que para empezar no tengo ni claro quien ni cómo soy yo realmente.
Levantarse cada día
Dentro del psiquiátrico quien me despertaba y me abría la persiana era el auxiliar. Fuera del psiquiátrico, nadie: podía pasarme cinco días seguidos en la cama hasta que tenía dolor de cabeza por la presión del cráneo contra el cojín. No es broma. Dependía de la energía que tuviera, había días que intentaba ser feliz, pero en otros era completamente imposible. Al final lo más sencillo era quedarme en la cama y punto.
Dibujos que salvan
Más que nada, dibujaba para hacer algo, y, ya que soy ilustradora, probablemente era lo que me era más accesible. No podía tener sacapuntas y tenía que pedir a los enfermeros, que estaban cerrados en sus despachos, que por favor me sacaran punta cada vez que se acababa. Dibujaba los pacientes, las visitas, la unidad y las cosas que soñaba de noche. Como me ingresaron mientras estaba haciendo mi proyecto final de ilustración, tuve que cancelarlo y, la colección de dibujos que hice en la unidad junto con un texto, acabó siendo lo que me hizo ser ilustradora del todo. Y más adelante, publiqué mi primer libro, Dormo molt (Duermo mucho).
"Pandas"
La locura
Definitivamente, casi todo el mundo ha podido tener puntualmente a lo largo de su vida síntomas de trastornos mentales. Pero se tiene que saber diferenciar a una persona que lucha diariamente para encajar en una sociedad de personas sanas con la mayoría de privilegiados que pueden tener recaídas solo un par de veces al año.
No quiero decir que tenga menos importancia un ataque de ansiedad puntual que uno de una persona que ha podido tener tres la última semana. Se pasa fatal en los dos casos. Pero está en la mano de profesionales determinar si una persona está sana o no. Probablemente hay más locos de los que se diagnostican, pero no dejamos ni de ser una minoría ni de ser minorizados en una sociedad construida por y para personas sanas.
El pozo
El sentimiento más desagradable que he arrastrado ha sido el de quererme suicidar, por razones obvias. Es muy difícil sacarse de la cabeza esta idea. A menudo me daba tranquilidad saber que me moriría pronto, le quitaba importancia a las cosas. Esta idea está siempre detrás de todo, no desaparece. Y si se va durante unos meses, vuelve por razones estúpidas: una mañana la tostadora no funciona y pienso "pues me suicido". Aun hoy, aunque esté mejor, sigo volviendo a los mismos pensamientos de suicidio. No siempre son malos; he llegado a pasármelo bien buscando hoteles con bañeras bonitas en las que matarme. Forma parte del día a día de una persona con una depresión grave, es un pensamiento más: "Tengo que comprar fideos, tengo que lavar la ropa y me tengo que suicidar". Aun no he encontrado una solución, aparte de mantenerme ocupada haciendo otras cosas.
Aprendizajes
Es duro decirlo, pero lo que he aprendido es que la vida no es para nada tan buena como nos la pintan. Nos la pintan con una salud mental que se da por supuesta y que, incluso cuando la tienes, no garantiza un bienestar estable, así que es aún más difícil para las personas con trastornos mentales. Y que muchas veces no vale la pena esforzarte, teniendo en cuenta la lentitud y la desastibilidad de los resultados. Lo que he aprendido de momento es que todo es bastante más complicado de lo que parece.
¿Quién se cree a los locos?
El problema de las personas con problemas de salud mental es que no tenemos voz. Nadie nos concede un espacio en el que hablar sobre los problemas que tenemos que afrontar diariamente y socialmente. Y aunque lo tuviéramos no se nos daría crédito, porque las personas locas están locas y, por lo tanto, para los demás todo lo que decimos no es válido, ya que siempre seremos vistos como locos antes que como personas. Antes que nada hace falta darnos un espacio para hablar de los problemas que afrontamos y que se nos escuche. Justamente por esta razón agradezco entrevistas como esta, en Catorze. Ojalá se nos diera más visibilidad y pudiéramos expresar lo que sentimos y lo que pasamos sin miedo a una mala respuesta. Ojalá los profesionales tuvieran unas condiciones de trabajo humanas para poder tratar bien a los pacientes. Ojalá dejáramos de ser una molestia para la sociedad y pudiéramos tener nuestro propio espacio adaptado. Ojalá la gente estuviera más informada de los problemas de cara a los problemas de salud mental. Ojalá.
El peso de la vergüenza
Aún hoy, incluso después de autopublicar mi libro (Dormo molt), sigo sintiendo vergüenza por haber estado en un psiquiátrico. En una entrevista de trabajo en una editorial, me ayudó mucho poder explicar que había hecho una pequeña edición de mi libro. Todo fantástico hasta que me preguntaron de qué iba. Me quedé en blanco; lo último que quería era que me rechazaran por mi inestabilidad mental; no me atreví a decir que había estado un mes en un psiquiátrico porque me podía jugar el puesto de trabajo.
Japón
Hace unos meses encontré una combinación de pastillas que, con la incorporación de la mirtazapina, me hicieron notar un cambio brutal. Volvía a tener ilusión de hacer cosas, comenzaba y acababa proyectos nuevos, gané los veinte kilos que había perdido... Y entre toda esta fiesta decidí cumplir un sueño: ir a Japón (a trabajar). Mi padre dijo que no, que estaba demasiado enferma para hacerlo (claro, cuando le interesaba sí que estaba enferma); lo mandé a la mierda y ahora estoy trabajando en Japón durante unos meses. He tenido recaídas, pero no hay ni punto de comparación con como estaba antes de comenzar a tomar la mirtazapina.
Vivir, a pesar de todo
No sé si me encuentro en el momento adecuado para sacar conclusiones positivas de mi experiencia, ya que no pienso que lo tenga superado, a pesar de haber mejorado mucho. Ojalá no tenga que convivir con esto toda la vida. Pero la realidad es la que es y mi depresión me dicta que será así siempre en mayor o menor medida. Ojalá me equivoque. Pero quiero dejar constancia de lo que cuesta pasar por una enfermedad mental y de cuanto tiene que cambiar la sociedad y el sistema sanitario para que haya un futuro mejor para los locos. ¿Si soy feliz? Aún no sé ni si soy alguien.